La vida se está convirtiendo en una carrera inútil hacia ninguna parte. Con demasiada frecuencia, la ansiedad nos gana en fondo, velocidad, obstáculos y relevos. Pero seguimos compitiendo, aunque desconozcamos si el premio valdrá o no la pena, o tal vez si existirá recompensa alguna. Es un modo de existir, o más bien quizá, de entretener un paso por este mundo que, a todas luces, resulta cada día más difícil.
La teoría es que el exceso de movimiento genera una especie de anestesia que facilita la deglución de la píldora cotidiana, esa que, por lo general, no está exenta de cierto regustillo amargo. Llamémosle como cada uno desee: rutinas para romper la rutina bajo el epígrafe de viajecillos y escapadas de fin de semana, clases de formación con las comillas del tengo que salir de casa o me da un patatús, cuidar de uno mismo en gimnasios, peluquerías y tiendas de moda que esconden la necesidad de llenar un vacío interior más que preocupante.
Pero ahí vamos, caminando por nuestro pequeño pueblo disfrazados de ejecutivos de Wall Street, sin detenernos a pensar qué diablos perseguimos. Vaya que nos hemos vuelto retorcidos.
Pero un día cualquiera, sin preaviso, surge un problema. Tal vez consista en un pequeño síntoma al que, hasta el momento, no hemos prestado atención o tal vez en una verdadera catarsis que hace que el suelo sobre el que nos asentamos tiemble y se derrumbe. Repentinamente, en un juego malabar sin precedentes, nos vemos abocados a enfrentarnos a situaciones graves para las que no estamos preparados. Nuestros horizontes se desdibujan. Todo aquello que simulaba tener cierta suerte de sentido se esfuma ante nuestros ojos. Nos encontramos desnudos y frágiles ante lo imprevisible. En un abrir y cerrar de ojos nos convertimos en simples seres humanos ante la vida, con mayúsculas y sin analgésicos.¿Qué importa entonces? ¿Cuáles son las prioridades? Sentimos como hemos estado desperdiciando, en una especie de sueño hipnótico, nuestro precioso tiempo, nuestras preciosas energías, nuestras ilusiones y nuestros esfuerzos. Deseamos, con vehemencia, regresar a la “normalidad”, poder volver a ver el mundo con la misma luz, despertarnos de una pesadilla. Sin embargo, todo tiene su momento, y, por mucho que lo intentemos, por mucho que nos hayamos arrepentido de nuestra arrogancia, de nuestro egoísmo o de nuestra pasividad, no suele quedar más remedio que rendirse a las evidencias. El resto del camino es arduo. Nunca volveremos a ser los mismos, aunque, con empeño, tratemos de poner parches más o menos vistosos. Habrá suerte si nos sobrevivimos con un mínimo de dignidad.
No puedo entender todavía como no somos conscientes del carpe diem que planea sobre nuestras cabezas, como nos hemos acomodado y resignado dejando pasar de largo lo relevante, lo único, lo valioso. Somos realmente torpes, me atrevería a decir que desnaturalizados. Perseguimos sombras inútiles alimentadas a la luz de las ganancias empresariales. Corremos tras falsas necesidades creadas para exprimir nuestros recursos económicos y humanos. Nos prometen felicidad virtual envasada en telefilmes y modernísimos culebrones de los que nos sentimos protagonistas, mientras, a nuestro lado, la verdadera vida se prostituye y muere de frío, de hambre, de pena.
Corramos, mientras nos queden fuerzas. Gritemos, mientras no callen nuestras voces. Amemos, mientras no se hiele nuestro corazón. Abramos los ojos, los oídos, a todo cuanto nos rodea, aunque sea doloroso. El poder sentir, reír, llorar, compadecernos, alegrarnos, horrorizarnos, enfadarnos, es todavía nuestro privilegio. No cedamos el alma. Es nuestro último baluarte ante la barbarie.