MUACS, MUACS.
Otro par de insípidos besos en ambos perfiles, con sabor a maquillaje, a
aftershave o a barba de tres días; con olor a langostino, a tapa de bar cutre,
a tabaco, a imitación de perfume caro...Baile y cortejo de socialización bien
entendida, de exquisita educación que ofrece sus mejillas, con refinada
delicadeza, al amago del beso imperceptible, al vago asomo de un tembloroso
labio que susurra la intención de ser breve e impreciso, acaso solamente una
insinuación de lo que podría haber sido y no fue. Un saludo. Una presentación.
Un gesto de cortés hipocresía.
No me gustan este
tipo de besos. No entiendo su puesta en escena , ni su forma, ni su cometido. Son una suerte de escuálidos
esqueletos del afecto, destinados, como Sísifo, a ir y venir eternamente sin
propósito claro, salvo el de introducirte en un círculo vital, en una
conversación entre desconocidos, que, por arte de magia, dejan de serlo. ¿Y qué
decir de los tan célebres besuqueos del reencuentro? Aun con dolor
de tripas, te ves obligado a sonreír y acercar los mofletes. No te atrevas a
desafiar la autoridad de lo socialmente correcto si no deseas pasar, en un
suspiro, a la ruda orilla de los amotinados
antisistema, raros, y demás calaña.
Insisto. No es que no me gusten los besos, me refiero
únicamente a ese concreto tipo.
Pobrecitos ellos, los de verdad. Los hemos desvirtuado hasta convertirlos en
una mueca deformada, en una fea
artimaña para romper el hielo, en un paisaje de dientes y frases sin alma.
Yo no beso, doy la
mano, siempre y cuando no la tenga sucia u ocupada. A veces la izquierda y,
a veces, la derecha, por eso que dicen de la lateralidad cruzada, pero sin
malas intenciones, que, después de todo, es lo que cuenta. Las muestras
afectivas las reservo para la intimidad,
allí donde tienen pleno sentido y menos barreras. Beso a mi perro, con toda el alma, porque sabe que lo quiero como
él a mi, sin condiciones. Beso a mis
seres queridos con besos únicos, enormes, ruidosos, atemporales. Lo hago cuando
lo deseo, cuando me da la gana, cuando lo necesito o cuando lo necesitan, no
cada vez que me los encuentro en la calle o les hago una visita. Abrazo, largamente, a todos los que anhelo mantener cerca de mi
corazón, porque hay pocas cosas que digan tanto como un abrazo, pocas cosas tan
certeras, eficaces, expresivas.
En un abrazo eterno, de esos que pocas veces me regala la
vida, puede comprenderse lo incomprensible, rozarse las almas, hablar cara a
cara los sentimientos, desprovistos de palabras y espejismos. En un beso de
verdad fluye energía, se acortan las distancias, respira el ser auténtico que
llevamos dentro. Cuando es así, todo cobra sentido.
Recuerdo besos y abrazos irrepetibles, vestidos de islas
brumosas, de espera en hospitales, de reencuentros imposibles en el umbral de
la cocina, de regresos al hogar. Tal vez haya olvidado otros, que pasean en
silencio por el País de los Momentos Perdidos.
Ahora es vuestro turno, queridos seres complacientes con el
mundo y con las circunstancias. Haced y disponed lo que tengáis a bien, sea
cual sea el olor o el tacto. Respetad las reglas con todas sus variantes y a
conveniencia, como quien pide unas tapas en el chiringuito de la esquina. Sin
embargo, no me califiquéis como rebelde. No os atrincheréis tras los modales
con fingidas sonrisas que ocultan podredumbre y desafíos. Mi mundo es sencillo
y directo. Si saludo, tiendo mi mano, pero el jardín secreto requiere pasaporte.