Por fin regreso a Roma.
Conducida entre callejas por el incesante tumulto, la vista se abre, repentinamente, a la blanca amplitud de un espacio diáfano: Trevi.
Cientos de turistas, posados
como estorninos en las bancadas que rodean la fuente, se afanan en devorar las
pizzas al taglio de factoría barata, los bocadillos embalsamados de mozzarella
insípida, y toda suerte de despropósitos en forma de gelato industrial a 10
euros la pieza.
Pienso, con la sobriedad cafetera de la mañana, que hay algo
que se me escapa, que mis recuerdos no concuerdan ni con el aquí ni con el
ahora.
Los restaurantes del entorno, adquiridos en plena crisis por
compradores internacionales, hacen alarde de supuestas especialidades italianas vestidas de curry, tabasco,
salsa de soja o gusto barbacoa. La pasta mal cocida y peor aliñada de un menú turístico de hace unos cuantos años,
ha desembocado en un extraño ágape de sabor indescriptible, escaso y dispuesto
a cargarse la mitad del crédito de tu tarjeta en un abrir y cerrar de ojos.
Me echo a temblar
como una niña a la que hubieran ensuciado el vestido del domingo. Intento
apoderarme, cámara en ristre, de la clara luz que destilan las esculturas de la
fontana…en vano, porque una horda de tribus alienígenas, lideradas por grupos infinitos de coreanos y
centroeuropeos descamisados, se interpone en mi camino. Busco mis dotes de
estratega y espero, mansamente, a que rematen sus sesiones fotográficas, a que
dejen libre un mínimo hueco por el que asomar el objetivo. Nada. Han invadido
el espacio y piensan quedarse allí, retransmitiendo en directo vía whatsapp o skype,
la fotonovela de sus vidas,
intentando ser protagonistas de una película que nunca se filmó, de la última
entrega de un sinfín de posados absurdos. No han abierto los ojos a las
maravillas que los rodean. Lo que es
peor, tampoco les importa.
Una pareja lleva más de media hora autosacándose fotos con
el chirimbolo endemoniado, alias
móvil. Finalidad incierta. El álbum de sus vacaciones en fascículos para
perfectos desconocidos, usuarios de Instagram o Facebook. Suspiro. Me armo de
valor y les meto un empujón.
Protestan. Me hago la sorda y les miro hoscamente. Enfoco, con mimo, el grupo
escultórico de Trevi. Acaricio sus formas buscando un encuadre en el que
desaparezcan todas esas horribles cabezas. Apoyo los pies en la barandilla y
disparo antes de que nadie se percate. Ya es mía. Luego me paro un rato para
ver, escuchar, percibir, sentir, disfrutar… un espectáculo vulgarizado por indignos visitantes, por obscenos
espectadores de redes sociales con los pies sucios y las axilas sudorosas.
Al rato, me siento repleta de gloria. Inclino mi cabeza, a
modo de despedida, por respeto al arte, y brindo con acqua gassata. Tras unos
minutos dejo paso a los demás, porque me han educado bien y, para asombro de
algunos, no ha sido en Finlandia.