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No deseo perder el tiempo. Os he hecho venir desde muy
lejos para escuchar de vuestros propios labios que no podéis hacer nada por
ella.
El sabio musulmán levantó la cabeza y clavó el ardiente
reflejo de sus ojos oscuros en los de su anfitrión.
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Señor, no es posible curar a quien no está enfermo.
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¡Cómo os atrevéis! Mi hija suspira día y noche sin
consuelo. Ni duerme, ni prueba alimento, ni se alegra de mi presencia. Un
extraño mal ha entrado en ella, un mal que provoca que se vaya marchitando
lentamente, como un alhelí en un búcaro sin agua.
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Señor, mi señor, vuestra hija no padece enfermedad
alguna. Es vuestra voluntad de casarla con quien no ama la que la hace languidecer.
Y así será si no cejáis en vuestro empeño.
El soberano señaló al extranjero con ademán iracundo.
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¡Las excusas, frutos de la incapacidad, llenan las
bocas de los necios!
El hombre de Oriente se alzó enojado. En esta ocasión su
mirada se encendió como las ascuas sobre las que sopla el cálido viento del
desierto.
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No sois quién de ofenderme, ni vos ni vuestras
palabras, puesto que la ignorancia y la soberbia son dos caños del mismo
manantial. Sin embargo, os diré algo que tal vez comprometa mi vida: aseguráis
que una peste desconocida asola vuestros campos, hiere a vuestro ganado y
traspasa las paredes del palacio para poseer a vuestra propia hija. No, señor,
mentís. Mis ojos no están ciegos ni mis sentidos han perdido su agudeza. Bajo
vuestra diestra dirección se hallan los que incendian los cultivos destruyendo
las cosechas, los que persiguen a las alimañas en sus guaridas y las lanzan
sobre el ganado, los que urden siniestros planes para adueñarse de los reinos
vecinos utilizando las alianzas del matrimonio. El resto es producto de la miseria,
la necesidad y la escasez. Son demasiados súbditos y demasiadas bocas
demandando alimento. Mientras, vos oráis ante el gentío y recomendáis a todos
que sigan vuestro ejemplo para librarse del mal, que no se agrupen, que
desconfíen de los demás, que no osen dudar de vuestra buena fe. No pretendéis
otra cosa que dividirlos y evitar que, uniendo sus fuerzas, se opongan a
vuestros designios. Muy burdas, tristes y despiadadas son tanto las intenciones
como los medios, nada que un hombre de bien no intuya en la frialdad de los
ojos de su oponente.
Dicho esto, el sabio musulmán avanzó hacia la puerta con
paso firme, mientras su túnica malva seguía, obedientemente, los nerviosos
movimientos de su cuerpo.
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¡Detenedle! ¡Que
no salga de palacio! ¡Llevadlo a la hoguera, por hereje y por brujo! Diremos
que ha traicionado a su señor y al pueblo entero, que niega las plagas y
castigos enviados por Dios, que él mismo conspira contra el orden y la paz del
reino. ¡Daos prisa! No vaya a ser que ilumine el camino a nuevos disidentes…