Ha pasado el tiempo, pero todavía recuerdo aquella noche.
Confundida, ilusionada, transgresora, audaz, impulsiva y
libre, sobre todo libre, me acerqué a la orilla. Contemplé el milagro
luminiscente, un inesperado regalo del destino. Era, tal vez, la respuesta que
la vida acostumbra a dar a los que preguntan en silencio.
La luz resbalaba sobre la piel, convertida en un nido de
estrellas. Cada movimiento entre las olas constituía un renacer del universo,
sostenido por nuestras pobres manos. Cada salpicadura, una promesa que sabíamos
remota e inalcanzable.
Fui consciente de lo extraordinario de aquel don, de las siluetas
recortadas contra un firmamento donde Polaris se convertía en norte, pero
también en alfiler con el que sujetar todo lo que amábamos, toda la esperanza
que albergaban nuestros jóvenes corazones.
Años, kilómetros y desventuras más tarde, no hay
arrepentimiento posible. Me he bañado en un mar de ardora y, en estos días en
los que el fenómeno es noticia, volvería a hacerlo. Sin embargo, sospecho que
nunca será lo mismo. Ojalá la providencia me sorprenda.