A veces, la vida te regala sueños. Hay que ser cauto con ellos, porque, aunque inconsistentes
y volubles, son capaces de mover montañas, de resucitar cadáveres o de
propulsarnos a la velocidad de la luz.
Los sueños anidan en un medio hostil, perseguidos y castigados
por la cruda realidad (que viene a ser algo similar a la Santa Inquisición) y
alimentados por el viento de la esperanza (que presta fuerza a sus frágiles
velas). Así sobreviven, van creciendo o extinguiéndose, rimando con la verdad o
el disparate.
Hace unas semanas, visitó nuestro centro escolar un soñador, frutero de profesión y
arqueólogo de alma. La sencillez y la claridad suelen hacer honor a las mentes
mejor amuebladas, al contrario que la grandilocuencia y la fanfarronería,
siempre en boca de los mediocres. Resulta muy gratificante poder contar con
ejemplos vivos que abran los ojos de nuestros futuros hombres y mujeres,
personas capaces de perder su tiempo y su gasolina sembrando interés por
nuestra historia, por nuestro patrimonio, por nuestra identidad, en definitiva.
Hoy, que casi todos pertenecemos (al menos, por momentos) al Club del Adoquín, nos emperramos en
continuar circulando en la misma dirección dentro de un callejón sin salida, se
nos meten entre ceja y ceja mil ideas absurdas, nos cuadramos y arrodillamos
ante una sociedad ególatra. Es el reino mítico del dime cuánto ganas y te diré quién eres.
Precisamos, más que nunca, de ejemplos que demuestren que el saber, el conocimiento y la ciencia,
tienen un valor por sí mismos, lejos de los mercados, el dólar o el euro.
Existe un sentido en todo lo que nos rodea, un motivo y un hilo conductor, que
no desvelaremos con clases de economía en las que nos alertan de las artimañas
capitalistas. Mientras nuestros hijos las sufren y la ignorancia paterna se
congratula, el lupanar macroeconómico se guarda un as en la manga, las supuestas democracias no levantan un dedo para
crear leyes en las que se proteja al ciudadano de a pie y los bien cebados
corruptos se parten de risa.
Sueños. Lo que necesitamos son más sueños, alas para
nuestros pies y para nuestra mente, perlas
en medio de la piara de cerdos. El mundo, devoto de San Avaro, construye autopistas y vías rápidas arrasando
patrimonio, los chimpines se cargan
petroglifos y las termitas se dan un festín de lujo con nuestros retablos. ¡Que
viva la globalización!
Son las ilusiones, los deseos y hasta las debilidades los
que nos hacen más humanos, y, al tiempo, más sabios. Eres tú, es la utopía, son los momentos irrepetibles. Podría ser una mañana en la
escuela en la que alguien nos abre los ojos a la riqueza que nos rodea. Podría
ser un atardecer de verano en Mogor,
el justo instante en el que el agua, el cielo y la piedra comparten un mismo
espacio.
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