Hay cierta nostalgia en el gesto sencillo de abrir el buzón.
Es probable que en fechas de cigala congelada y omnipresente langostino
navideño comencemos a echar de menos ese mundo antediluviano en el que no
existía el whatsapp ni el skype. Si me apuras, lo más parecido a la telefonía
móvil eran las series televisivas en las que hombretones macizotes se
comunicaban con su supervehículo a través de un reloj.
Yo me imaginaba que en los albores del 2020 seríamos
transportados por pequeñas naves de conducción autónoma a través de autopistas
espaciales, que existirían robots que gestionasen las tareas domésticas
(siempre he detestado el tener que hacer la cama), que el espacio y el tiempo
comenzarían a abrirnos sus secretos como las flores ofrecen su néctar a las abejitas
de marzo...POBRE IGNORANTE!!!!
Cada vez más esclavos de las máquinas, más intercomunicadamente incomunicados, con menos tiempo para salir al exterior y asombrarnos ante un cielo estrellado sobre nuestras cabezas, porque aquí abajo hay demasiado neón y muy pocas “luces”...
Pues bien, esta mañana abrí mi buzón y me encontré lo tristemente esperable: publicidad de una cadena de pizzerías, facturas, una citación y el calendario de una ONG. Algo de mi ser remoto esperaba hallar alguna suerte de felicitación, de noticia, de sorpresa. NADA. He de reconocer que, extrañamente, se me emborronó el alma con la tinta amarillenta de los recuerdos.
Corrí a casa y abrí mi caja azul. Cientos de cartas, citas, felicitaciones: Los Ángeles, Donosti, Pontevedra, Marsella, Roquetas del Mar, Madrid... Permanecen ahí. Nadie las ha borrado del chat. No ocupan espacio. No es necesario descargarse una aplicación. Transmiten calor, vivencias, amor. Hasta las más ñoñas se me clavan en la memoria con la letra escrita a mano de un bolígrafo bic que se va desvaneciendo con el tiempo. Son abrazos de papel y besos a escondidas en un mundo que va desapareciendo para dejar lugar a la desgana de vídeos clonados y tonterías pasajeras. Mis compañeros dicen que es la edad.
No me importan las fotos, ni los mensajes reenviados, ni la constante vibración del aparatejo este que substituye a un apretón de manos o a una simple llamada. Soy rara, lo sé, y ya lo he declarado ante notario.
Mientras no pueda viajar a Casiopea y volver para cenar,
mientras mi cama no se recomponga ella solita o el tiempo, el espacio y hasta la
propia vida sigan sin desvelar sus misterios, por favor, llamadme, abrazadme,
mirad hacia otro lado si os place, enfadaos o amadme. Pero en directo, si es
posible. Siempre he odiado el diferido.
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