Una gaviota me
observa, desconcertada. Posada en su estrado, situado
en lo alto de la farola, se acurruca con inquietud. Hace tiempo que han cerrado
las terrazas y escasea la gente en las inmediaciones del parque, tan concurrido
semanas atrás. Desde allí mismo, solía trazar milimétricamente su mapa de ruta
para adueñarse de los pinchos abandonados sobre las mesas o los pedazos de
bocadillos que la desidia infantil desperdigaba. Ahora, incomodada y rabiosa,
se dedica a picotear entre el césped húmedo y es probable que esté pensando en
regresar a la costa y pescar, algo que su abuela y la abuela de su abuela
hacían hasta que llegó el tiempo de la
abundancia y el colesterol, de bollos, empanadas y chorizo de Pamplona
con pan. La pobre no entiende por qué han mudado las costumbres repentinamente
y toda su seguridad urbana se ha ido a tomar viento fresco. Nadie lo entiende,
en realidad.
Todas esas novedades van dando
vueltas y más vueltas en su pequeño y avispado cerebro, sin que consiga
encontrar solución al rompecabezas.
En un instante, una lucecita se
enciende y hace brillar sus redondos ojos amarillos.
- Es sólo cuestión de tiempo- se
dice con convicción-. Ellos también tendrán
que irse y aprender a buscar alimento. Cuando cambien más cosas y sea difícil
hallar algo que comer, dejarán de aplaudir y vociferar ruidosamente para no
ahuyentar al pescado. Se sentirán desorientados. Tendrán que huir de las
colonias y acostumbrarse a una vida que ni recuerdan. Se acabará la alegría y
la calma, los planes de ataque para apoderase de los oportunos restos dejados
por los turistas. Deberán empezar de
nuevo. Y eso no va a ser fácil para nadie.
Tras un rato, me mira fijamente y
sale volando, probablemente hacia las playas.
Siento envidia. El horizonte está muy rojo y ya ha transcurrido un día más de arresto domiciliario sin pena ni gloria, contemplando como las cifras bailan en los informativos, arañando la pared y con un olor a lejía que no consigo sacarme de las fosas nasales.
Siento envidia. El horizonte está muy rojo y ya ha transcurrido un día más de arresto domiciliario sin pena ni gloria, contemplando como las cifras bailan en los informativos, arañando la pared y con un olor a lejía que no consigo sacarme de las fosas nasales.
Empiezo a ser consciente de que la estabulación del
ganado no es una buena alternativa.
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