Hilo de Tanza es, ante todo, un modo de ser, de sentir y de vivir. Aquí tienen cabida la pesca de altura y la de bajura: los deseos, las opiniones, las críticas y los sueños de quienes no hallamos un mejor modo de darlos a conocer. Quizá encuentres tu lugar en este océano de voces.

viernes, 2 de enero de 2015

LA SONRISA DE MONA LISA






Reconozco que soy un tanto rara, ya me aburro hasta de escucharlo. A veces divago, me pierdo en particularísimas filosofías,  deambulo por las calles más seria que una patata, sueño despierta o pongo los pies en polvorosa cuando algo empieza a olerme a chamusquina. Es defecto de fabricación. Contra eso no hay antídoto.

Aun así, las pasadas fiestas me hice la firme promesa de no caer en el desánimo, de modo que, en cuanto sonaron las apocalípticas trompetas de la cuenta atrás para compras y demás vicisitudes, salté al asfalto armada de humor, motivación y Mastercard.

La primera dificultad consistía en encontrar algo que guardase relación, por remota que ésta pudiera ser, con la idea original que saltaba del lóbulo derecho al lóbulo izquierdo de mi cerebro. Ilusa de mi. Tiendas y más tiendas de cadena, mercadillos de artículos inverosímiles clonados en China. ¡Vaya!

Segundo asalto, el más penoso. Una interminable cola repleta de sufridores y sufridoras, mercancía en mano, esperando paciente y resignadamente a que un par de señoritas uniformadas con la camiseta del establecimiento se dignasen (sí, sí, SE DIGNASEN) a mal empaquetar las prendas. Toda su atención y palabrería se derramaban vía whatsapp hacia desconocidos destinos, envueltas en un celofán de risitas y comentarios pijos. El resto del mundo no existía. La clientela era una anécdota irrelevante.

Bien, lo cierto es que dejé sobre un mostrador lo que había tardado media hora en seleccionar y salí por la puerta con un par de nubes tormentosas rondando mi cabeza. Lo siento. Tenía que haber hecho caso a mis instintos y comenzar a balar vehementemente  en la cola mientras animaba al resto del personal a seguirme. Solo me faltó el canto de un duro. A la siguiente va.

Ya de vuelta , conduciendo hacia mi refugio, una retahíla de pequeñas y molestas dudas, como si de la mosca de la col se tratase, comenzaron a taladrarme las entendederas. Porque algo hemos hecho mal, amigos. Algo se nos ha ido de las manos y estamos recogiendo una cosecha ruinosa.

Aquellas jovenzuelas que trabajaban, probablemente, por dos euros y un cheque regalo en la tienda mencionada, las mismas que no saben hablar si no teclean compulsivamente, son hijas y nietas de alguien.

Y ahora llega la gran pregunta: ¿de quién? Pues de madres, padres y abuelos como los míos, los mismos que a base de sacrificios subvencionaron los estudios de sus hijos para que tuviesen una vida menos ingrata, los mismos que mimaron y malcriaron a los hijos de sus hijos haciéndoles creer que por saber presionar un botón del mando a distancia eran el súmmum de la sabiduría. Bufff.

Si, algo hemos hecho mal, y , probablemente, sigamos haciéndolo. Hoy por hoy, prefiero charlar con los abuelos de mis alumnos y alumnas. Son, por lo general, más receptivos, mejor educados, reconocen más fácilmente los logros y las dificultades de los chavales y ven el mundo a través de un cristal menos enturbiado. Me encuentro en el mercado, en las calles, en los jardines, con mujeres como mi propia madre, las verdaderas heroínas de este país, a las que cualquier monumento se les queda pequeño. Cruzan, casi invisibles, entre los bárbaros de veintipocos años, con una extraña sonrisa convertida en mueca, no se sabe si irónica o triste. Dieron a entender a sus propios vástagos la supuesta pequeñez de sus conocimientos y éstos creyeron a pies juntillas que eran los reyes del mambo. Nunca resultaron lo suficientemente inteligentes como para percatarse de que la sabiduría no está en los estudios ni en las licenciaturas, en el carné de conducir, el ordenador o el móvil. Tal vez, como reza la canción, en las cenizas del fracaso, en el pensar sin intermediarios, en el asumir el papel propio y ajeno y en el exquisito arte de diferenciar lo accesorio de lo verdaderamente importante.

Tenemos un grave problema. No hemos puesto en valor la inteligencia más instintiva que esgrimieron nuestros antecesores, supervivientes de una posguerra , una transición y un mundo abocado a la catástrofe nuclear. Nos creemos más listos con el coco recalentado después de ocho millones de horas sin despegarnos de cualquier pantalla. Nuestros dedos se mueven con inusual agilidad al contemplar un teclado. No sabemos enseñar lo importante, lo básico, lo humano, el único rasgo que nos hace dignos de caminar sobre esta tierra.

Las plagas devoran nuestra improvisada plantación de promesas de futuro. Las nuevas generaciones se ríen en las barbas de sus mayores mientras, con los treinta ya cumplidos, siguen creyendo en el Ratocito Pérez. Menudo despropósito.

Continúo conduciendo y mi rumbo se detiene unos minutos frente a un paisaje solitario. Bajo del coche, porque soy rara, divago y me pierdo en mis pensamientos. Camino un rato sobre la arena. Observo brevemente mi rostro en el retrovisor y sonrío sin ganas, como Mona Lisa.

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