El paso de tiempo me está avinagrando. Hubo un momento en el
que prometía ser un reserva, pero se ha echado a perder con los cambios de
temperatura víricos y tecnológicos, con las transformaciones extrañas y las
desapariciones de toda clase de racionalidad humana. Rousseau estaba
equivocado. No, no. Rousseau era un mequetrefe. El hombre, la mujer o cualquier
colectivo equivalente no hacen más que hacerle la zancadilla al resto, cuántas
más veces, mejor. Bueno por naturaleza es el abejorro que esta mañana se
paseaba entre los castaños.
Llega un momento en el que ya no sabemos diferenciar el arte
y la basura, hasta pudiera ser que, puestos a elegir, se nos diera por elegir
basura antes que arte. El arte entra por los sentidos, para quién los tenga. Tampoco
hace falta entrenarlos mucho, ni la sensibilidad es cosa de cuatro
privilegiados. Su presencia es electrizante y poderosa. Llega,
independientemente de dónde hayas nacido, cuál sea tu raza o tu cultura. Entronca
con la tierra, con el agua, con los elementos primigenios que viven en
nosotros, que vibran en su extraño equilibrio. Podría ser una danza africana,
una flauta andina, una nana inuit, un cuenco tibetano o una pieza de folclore
atlántico. Como diría mi hija, están impresos en nuestra memoria mitocondrial.
Por supuesto que defiendo mi tierra, mi cultura, mis
ancestros que se extienden por un océano que, en otros tiempos, fue más
transitado de lo que se cree. Pero también me fascinan los toques de la cultura
andalusí, la fuerza que surge a través de un bosque de voces y crea inauditas
fusiones, tiempos nuevos.
El problema no radica en quién representa o no a la esquina
del mapa en la que me ha tocado vivir. Que la represente quién sea y punto. El
verdadero problema es que tengo miedo. ¿Miedo a qué? Miedo a los EXPERTOS. Es
solamente nombrarlos y erizárseme el vello. Que Dios nos coja confesados ¡Socorro,
estamos en manos de expertos! Los mismos que tomaron las riendas de la
pandemia, que emiten sentencias dejándonos abandonados a nuestra suerte, los
que equivocan una cirugía de hígado con una de pulmón, los que invaden los
platós dando consejos, los que juzgan el arte y la ciencia, los tribunales de
las pruebas de selectividad o de las oposiciones o de lo que sea… ¡Socorro!
grito. Vienen los expertos. Jurados y consejeros, gestores y mercaderes del
templo. Corruptos. Buitres. Peristas. Traficantes. Nada se escapa a su red.
Invaden el mundo, desde el arte a la política, pasando por la medicina.
Cómo me alegro de que a mi madre la hubiera operado de madrugada una joven neurocirujana de guardia, cuyo nombre desconozco y a la que estaré eternamente agradecida por su profesionalidad. Mi vida la salvó también un joven médico anónimo. Brindo por él. Una profesora de biología hizo crecer el amor que ya existía en mi hija por la materia y un experto en historia está dinamitando su interés por esa asignatura.
Me dan miedo los expertos. Cada vez que los nombran
siento que un monstruo viene a vernos. Menos mal que yo no soy experta en nada.
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