Reconozco que soy un tanto rara, ya me aburro hasta de
escucharlo. A veces divago, me pierdo en particularísimas filosofías, deambulo por las calles más seria que una
patata, sueño despierta o pongo los pies en polvorosa cuando algo empieza a
olerme a chamusquina. Es defecto de fabricación. Contra eso no hay antídoto.
Aun así, las pasadas fiestas me hice la firme promesa de no
caer en el desánimo, de modo que, en cuanto sonaron las apocalípticas trompetas
de la cuenta atrás para compras y demás vicisitudes, salté al asfalto armada de
humor, motivación y Mastercard.
La primera dificultad consistía en encontrar algo que
guardase relación, por remota que ésta pudiera ser, con la idea original que
saltaba del lóbulo derecho al lóbulo izquierdo de mi cerebro. Ilusa de mi.
Tiendas y más tiendas de cadena, mercadillos de artículos inverosímiles
clonados en China. ¡Vaya!
Segundo asalto, el más penoso. Una interminable cola repleta
de sufridores y sufridoras, mercancía en mano, esperando paciente y
resignadamente a que un par de señoritas uniformadas con la camiseta del
establecimiento se dignasen (sí, sí, SE DIGNASEN) a mal empaquetar las prendas.
Toda su atención y palabrería se derramaban vía whatsapp hacia desconocidos
destinos, envueltas en un celofán de risitas y comentarios pijos. El resto del
mundo no existía. La clientela era una anécdota irrelevante.
Bien, lo cierto es que dejé sobre un mostrador lo que había
tardado media hora en seleccionar y salí por la puerta con un par de nubes tormentosas
rondando mi cabeza. Lo siento. Tenía que haber hecho caso a mis instintos y
comenzar a balar vehementemente en la
cola mientras animaba al resto del personal a seguirme. Solo me faltó el canto
de un duro. A la siguiente va.
Ya de vuelta , conduciendo hacia mi refugio, una retahíla de
pequeñas y molestas dudas, como si de la mosca de la col se tratase, comenzaron
a taladrarme las entendederas. Porque algo hemos hecho mal, amigos. Algo se nos
ha ido de las manos y estamos recogiendo una cosecha ruinosa.
Aquellas jovenzuelas que trabajaban, probablemente, por dos
euros y un cheque regalo en la tienda mencionada, las mismas que no saben
hablar si no teclean compulsivamente, son hijas y nietas de alguien.
Y ahora llega la gran pregunta: ¿de quién? Pues de madres,
padres y abuelos como los míos, los mismos que a base de sacrificios
subvencionaron los estudios de sus hijos para que tuviesen una vida menos
ingrata, los mismos que mimaron y malcriaron a los hijos de sus hijos
haciéndoles creer que por saber presionar un botón del mando a distancia eran
el súmmum de la sabiduría. Bufff.
Si, algo hemos hecho mal, y , probablemente, sigamos
haciéndolo. Hoy por hoy, prefiero charlar con los abuelos de mis alumnos y alumnas.
Son, por lo general, más receptivos, mejor educados, reconocen más fácilmente
los logros y las dificultades de los chavales y ven el mundo a través de un
cristal menos enturbiado. Me encuentro en el mercado, en las calles, en los
jardines, con mujeres como mi propia madre, las verdaderas heroínas de este
país, a las que cualquier monumento se les queda pequeño. Cruzan, casi
invisibles, entre los bárbaros de veintipocos años, con una extraña sonrisa
convertida en mueca, no se sabe si irónica o triste. Dieron a entender a sus
propios vástagos la supuesta pequeñez de sus conocimientos y éstos creyeron a
pies juntillas que eran los reyes del
mambo. Nunca resultaron lo suficientemente inteligentes como para
percatarse de que la sabiduría no está en los estudios ni en las licenciaturas,
en el carné de conducir, el ordenador o el móvil. Tal vez, como reza la
canción, en las cenizas del fracaso, en el pensar sin intermediarios, en el asumir
el papel propio y ajeno y en el exquisito arte de diferenciar lo accesorio de
lo verdaderamente importante.
Tenemos un grave problema. No hemos puesto en valor la
inteligencia más instintiva que esgrimieron nuestros antecesores,
supervivientes de una posguerra , una transición y un mundo abocado a la
catástrofe nuclear. Nos creemos más listos con el coco recalentado después de
ocho millones de horas sin despegarnos de cualquier pantalla. Nuestros dedos se
mueven con inusual agilidad al contemplar un teclado. No sabemos enseñar lo
importante, lo básico, lo humano, el único rasgo que nos hace dignos de caminar
sobre esta tierra.
Las plagas devoran nuestra improvisada plantación de
promesas de futuro. Las nuevas generaciones se ríen en las barbas de sus
mayores mientras, con los treinta ya cumplidos, siguen creyendo en el Ratocito
Pérez. Menudo despropósito.
Continúo conduciendo y mi rumbo se detiene unos minutos
frente a un paisaje solitario. Bajo del coche, porque soy rara, divago y me
pierdo en mis pensamientos. Camino un rato sobre la arena. Observo brevemente
mi rostro en el retrovisor y sonrío sin ganas, como Mona Lisa.